Érase una vez en un pueblito pintoresco en la frontera de dos países latinoamericanos, rodeado por la majestuosidad de la selva y las aguas cristalinas de uno de los ríos más importantes de la región y un salto de agua longitudinal único, este lugar empezó a llamar la atención de viajeros en busca de aventura y naturaleza. Allí comenzaron los desafíos para propios y extraños.
Al principio, solo los más valientes se aventuraban a llegar, desafiando caminos de tierra en vehículos todoterreno. Estos intrépidos exploradores eran recompensados con la belleza indomable de los majestuosos saltos de agua que se ocultaban en el corazón de la selva prístina. A medida que la fama de los saltos crecía, también lo hacía la comunidad local, que comenzaba a ver en el turismo una oportunidad para el desarrollo.