
Por Clara Sobotka. Cocinera, hija de inmigrantes, defensora de los sabores con historia. El calzón al reves no se encuentra en restaurantes de lujo ni en cartas gourmet. Vive en las cocinas familiares, en los cuadernos escritos a mano, en los aromas que emergen cuando se abre una olla de aceite caliente. Es parte del patrimonio culinario vivo de nuestras colonias y pueblos, y merece ser visibilizado, valorizado y contado.
La cocina es memoria. Es una forma de resistir el olvido, de narrar lo que fuimos y lo que seguimos siendo. En cada receta heredada hay un pedazo de identidad, una historia familiar que viajó en barco, en valija, en las manos curtidas de las abuelas y las tías que trajeron Europa a fuego lento, entre harina y cucharas de madera.
En Misiones, como en tantas otras provincias con fuerte presencia inmigrante, la gastronomía es un espejo de ese mestizaje. Las recetas que llegaron con los polacos, ucranianos, alemanes, rusos o suizos se fueron adaptando al paisaje, a los ingredientes disponibles, al calor húmedo y al mate compartido.
Una de esas recetas es el calzón al revés, también conocido como cueca virada, o alas de ángel. En las casas de los abuelos, esta receta era parte del ritual del desayuno, de las meriendas de invierno o de los encuentros con amigas. Una masa simple, suave, aromática, que se fríe y se cubre con azúcar y canela. Nada muy sofisticado, pero con un poder enorme: el de reconectarnos con nuestros orígenes y con los placeres más genuinos.
Una receta que cruzó océanos
La cueca virada tiene raíces profundas en Europa del Este. En Polonia se lo conoce como chrusciki; en Ucrania, como khrustyky. En ambos casos, es un dulce reservado para celebraciones: una masa fina, crocante, con un toque ácido gracias al uso de crema agria o jugos cítricos. En América, y particularmente en nuestra región, la receta se adaptó. Se reemplazaron ingredientes, se cambió la textura de crocante a esponjosa y se hizo más cotidiana.
Esta versión “criolla” conserva la forma trenzada que le da su nombre: un pequeño giro en la masa que la transforma en un lazo, en un gesto de afecto. Se hace con harina de trigo, leche, manteca, huevo, esencia de vainilla y levadura. Se fríe con paciencia, se espolvorea con azúcar o canela, y se sirve caliente. No es solo una receta. Es un abrazo.
Gastronomía local, territorio y cultura
En tiempos donde el turismo busca cada vez más experiencias auténticas, la gastronomía aparece como un puente entre el visitante y la comunidad. Cocinar y compartir lo propio lo heredado, lo transformado, lo que nos representa— es también una forma de hospitalidad.
La cueca virada no se encuentra en restaurantes de lujo ni en cartas gourmet. Vive en las cocinas familiares, en los cuadernos escritos a mano, en los aromas que emergen cuando se abre una olla de aceite caliente. Es parte del patrimonio culinario vivo de nuestras colonias y pueblos, y merece ser visibilizado, valorizado y contado.
Una cocina que no olvida
Promover la gastronomía local con raíces inmigrantes no es mirar al pasado con nostalgia, sino con gratitud. Es entender que muchas veces, la identidad no está en los grandes discursos, sino en un bocado de masa tibia que sabe a casa.
Por eso, cada vez que hago esta receta, siento que hay algo más que harina y levadura sobre la mesa. Está mi abuela mirando que no queme el aceite. Está mi madre haciendo el “giro” justo para formar la cueca. Está la historia de miles de mujeres que, sin saberlo, tejieron cultura a través del alimento.
Hoy más que nunca, necesitamos una cocina que conecte, que enseñe, que celebre lo simple. Una cocina que no se olvida de dónde viene. Porque, como suelo decir, no existe un plato perfecto, sino uno que tiene una historia para contar, uno en el que se puede sentir el amor como parte de la receta.
La receta de mi infancia: calzón al revés, paso a paso
Y como en cada nota que escribo, no puedo cerrar sin compartir lo más importante: la receta, tal como la preparo desde chica. Adaptada, sí, con los ingredientes que conseguimos acá, con las costumbres que se fueron mezclando, pero con el mismo espíritu de siempre: ese que dice que cocinar también es una forma de honrar lo que somos, lo que heredamos y mimar a quienes amamos
Ingredientes: 4 tazas de harina de trigo, 350 ml de leche (aproximadamente), 3 cucharadas de margarina o manteca, 1 huevo, 3 cucharadas de azúcar, 1 paquete de levadura seca (o 25 g de levadura fresca), 1 cucharada de esencia de vainilla, 1 litro de aceite para freír (aproximadamente), Azúcar con canela o azúcar impalpable para espolvorear
Tip de cocina con historia: En Europa se usaba crema agria, jugo de limón o brandy en lugar de leche. Acá, lo fuimos adaptando con lo que teníamos a mano, pero el cariño es el mismo.
Modo de preparación
En un bol grande, mezclá la harina, el azúcar y la levadura. Incorporá el huevo, la margarina (a temperatura ambiente) y la esencia de vainilla. Agregá la leche de a poco y empezá a amasar hasta formar un bollo suave y parejito. Tapalo y dejalo descansar entre 20 y 30 minutos, para que la masa se relaje y tome cuerpo. Estirá la masa con palote sobre la mesada, hasta lograr un espesor de más o menos ½ centímetro. Cortá tiras de unos 4 cm de ancho, y luego cortalas en sentido contrario para formar rectángulos. A cada uno, haceles un cortecito en el medio, y pasá uno de los extremos por ese huequito. Te va a quedar como un lazo, o una especie de “orejita torcida”.
Poné a calentar el aceite en una olla. No debe estar demasiado caliente: la temperatura ideal ronda los 160 ºC. Si está muy fuerte, se doran por fuera pero quedan crudos por dentro. Freí los pastelitos de a poco. Cuando están dorados, retiralos y pasalos por azúcar con canela, o espolvorealos con azúcar impalpable, como más te guste.
¡Y listo! Una receta sencilla, rendidora, ideal para compartir en familia, con amigos o para acompañar un mate bajo la galería. La cocina que más vale es la que guarda memoria y se anima a contarla.
Buen provecho y que vivan las tradiciones compartidas.
Lic. Clara sobotka Clara Alejandra Sobotka PSS 01/06/2025 claryta.ale@gmail.com